En 1984, Taniana
Góricheva, una brillante profesora rusa de filosofía, atea, que había sido una
dirigente de juventudes comunistas en la U.R.S.S., publicó un libro “Hablar de
Dios resulta peligroso” contando su conversión al cristianismo, resaltando cómo
Dios irrumpió en su alma cuando rezaba
el Padrenuestro.
Antes de esta conversión,
Tatiana, llena de desesperanza, se entregó a una vida de excesos: afición a la
bebida, desbocada vida sexual, matrimonios rotos, abortos, ansia desmedida de
notoriedad, un desprecio profundo por el ser humano…
Hastiada de la vida que
llevaba, se interesó por las filosofías orientales y el yoga. Y entonces
ocurrió…Ella misma lo cuenta en el libro:
“Cansada y desilusionada
realizaba mis ejercicios de yoga y repetía los mantras. Conviene saber que
hasta ese instante yo nunca había pronunciado una oración, y ni conocía
realmente oración alguna. Pero el libro de yoga proponía como ejercicio una
plegaria cristiana, en concreto la oración del Padrenuestro. ¡Justamente la
oración que nuestro Señor había recitado personalmente!. Empecé a repetirla
mentalmente como un mantra, de un modo inexpresivo y automático. La dije unas
seis veces; entonces de repente me sentí trastornada por completo. Comprendí
–no con mi inteligencia ridícula sino con todo mi ser- que Él existe. ¡Él, el
Dios vivo y personal, que me ama a mí y a todas las criaturas, que ha creado el
mundo, que se hizo hombre por amor, el Dios crucificado y resucitado!.
En aquel instante comprendí
y capté el “misterio” del cristianismo, la vida nueva y verdadera. ¡Ésa era la
redención efectiva y auténtica!. En aquel momento todo cambió en mí. El hombre
viejo había muerto. No sólo di de mano a mis valoraciones e ideales anteriores
sino también a las viejas costumbres.
Finalmente también mi
corazón se abrió. Empecé a querer a las personas. Pude comprender sus
padecimientos, así como su elevada categoría y su semejanza divina.
Inmediatamente después de mi conversión todas las gentes se me presentaron sin
más como admirables habitantes del cielo y estaba impaciente por hacer el bien
y servir a Dios y a los hombres.
¡Qué alegría y qué luz
esplendorosa brotó entonces en mí corazón!. Pero no sólo en mi interior; no, el
mundo entero, cada piedra, cada arbusto estaban inundados de una suave
luminosidad. El mundo se transformó para mí en el manto regio y pontifical del
Señor. ¿Cómo no lo había percibido hasta entonces?
Así empezó mi vida. Mi
redención era algo perfectamente concreto y real; había llegado de un modo
repentino, aunque la había anhelado desde mucho tiempo atrás, y sólo el
Espíritu Santo pudo realizarla en mí, porque sólo Él puede crear una “nueva
criatura” y puede reconciliarla con el Eterno”.
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