Manuel Cruz / Análisis Digital/ 07.11.2009
Lo que ha venido a decir el Tribunal de Estrasburgo con su sentencia sobre los crucifijos en las escuelas públicas italianas, es que los derechos de una persona a que sus hijas no vean el símbolo por excelencia de la identidad cristiana de una cultura asumida por un país, está por encima del derecho de millones de personas que no ven inconveniente alguno en la presencia de dicho símbolo.
Hay alguna reflexión más de fondo sobre la sentencia, que dejo para el final. Pero, de momento, para poner de manifiesto la contradicción de la sentencia, supongamos ahora que el Tribunal, que depende del Consejo de Europa y cuyas sentencias sobre la protección de los derechos humanos sirven de pauta para los 47 Estados de firmantes de la convención, recibe una apelación firmada por un centenar de católicos reclamando los crucifijos. ¿Qué postura adoptarían los ilustres magistrados? ¿Valen más los derechos de una persona que los de cien?
Claro que si llevamos la suposición a su desideratum podríamos plantearnos todo un referéndum entre los padres que llevan a sus hijos a las escuelas públicas. ¿Por qué no? ¿Y si la mayoría de esos padres exige la presencia de los crucifijos porque, de lo contrario, sentirían vulnerados sus derechos a expresar sus convicciones cristianas?
Algún comentarista de los que albergan los periódicos agnósticos de nuestro país, reflexionaba estos días que la presencia de los crucifijos en la escuela pública “mal puede servir al pluralismo educativo, además de vulnerar el principio de neutralidad confesional del Estado y no respetar las convicciones religiosas y filosóficas de los pares y alumnos”. Esto significa, lisa y llanamente, que el “pluralismo” exige que el interés de una minoría se imponga a la mayoría y que la “neutralidad” del Estado supone proteger a una minoría frente a la mayoría que piense lo contrario... ¿Por qué no se aplica este principio tan “democrático” a las leyes que se debaten en el Parlamento como, por ejemplo, la ley del aborto, abominada por una parte de la sociedad?
Más aún: olvidemos la guerra de cifras sobre la manifestación a favor de la vida y la maternidad y vayamos al mismo Tribunal de Estrasburgo con una petición, firmada por una sola persona de las que asistieron al 17-O. ¿Sería escuchada su queja de que la ley del aborto vulnera el derecho a que se respeten sus convicciones filosóficas y religiosas? Claro que ya sabemos lo que este mismo Tribunal ha dictaminado: que no existe consenso sobre el origen de la vida y que, por lo tanto, corresponde a cada Estado definirlo, todo un aval para que un Gobierno como el de Zapatero, lo niegue...
Pero hay otras preguntas que hacerse sobre la insólita sentencia del Tribunal europeo aunque se venía venir dada la actitud anticristiana que están adoptando algunas instituciones internacionales. Por ejemplo, si el crucifijo hiere la vista de la señora mamá finlandesa de las niñas o de las propias escolares que van a una escuela italiana ¿por qué no miran a otra parte? ¿Proyectan los crucifijos algún rayo mortal para las delicadas conciencias de las niñas o de la mamá? Por supuesto, se puede llegar al absurdo de pedir al mismo tribunal que el país de origen de la mamá, Finlandia, retire la cruz de su bandera nacional o que deje de existir la “Cruz Roja” –también la “Media Luna Roja”, claro, para no discriminar...- y, por supuesto, que se prohíba la exhibición pública de las banderas de otros países donde haya cruces o medias lunas como símbolos de la cultura y la fe que dieron origen a las mismas.
En realidad, la pregunta más pertinente es la de qué hay detrás de la sentencia sobre los crucifijos. Proteger los derechos humanos de una persona está muy bien cuando esa persona sufre las consecuencias de leyes injustas. Pero resulta obvio que el símbolo cristiano de la cruz, asumido durante siglos por países que se han formado bajo el influjo del humanismo cristiano, no es fruto de una ley injusta sino de una costumbre que respeta el propio Estado aunque se declare laico, como es el caso de Italia. Lo que ocurre es que la corriente laicista –que no laical- propiciada por la paulatina deserción de los cristianos de la vida pública, trata de imponer desde el poder conquistado, sus propias ideas y hábitos que van contra la moral y la propia identidad cristiana de la sociedad europea. En este sentido, se hace urgente un profundo examen de conciencia de esa minoría/mayoría silenciosa que ha traicionado cobardemente a su propia identidad para que recupere la conciencia perdida.
No hay que echarle siempre la culpa al zapaterismo, como paladín de la cultura de la muerte y de la amoralidad pública, de la ofensiva del relativismo en España. Es la ausencia de los católicos de la vida pública y, acaso mucho peor, el acomodo que muchos han encontrado en la hipocresía y la corrupción, lo que está llevando a Europa a su decadencia moral. Pese a todo, ya hemos visto en el 17-O, que buena parte de esa sociedad adormecida empieza a despertar y que son decenas las asociaciones que han florecido para defender los derechos humanos y la ética en la política y las relaciones sociales... al tiempo que, curiosamente, se multiplican también las denuncias de los casos de corrupción.
Como subrayaba Benedicto XVI en su reciente encíclica social, el hombre sin Dios no sabe donde ir ni tampoco logra entender quien es. Por lo tanto, no se trata de rasgarse las vestiduras, ni de quitar crucifijos de las escuelas o de ponerlos más grandes: la “guerra” abierta por el Tribunal de Estrasburgo contra el símbolo de ese humanismo cristiano es la guerra que cada cristiano debe ganarse a sí mismo: ser o no ser, ese es el eterno problema.
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