AUTORES: JESÚS POVEDA Y SILVIA LAFORET
Miguel Aranguren. ALBA
Con la ilusión de morir como Dios manda
Con la ilusión de morir como Dios manda
Caí rendido en las cuartillas de Borges en cuanto leí el primer párrafo del primer cuento de “El aleph”. La prosa inteligentísima de ese hombre extraño y cegato, con apariencia de sufrir un severo complejo de Edipo, se me reveló como un milagro, un cuasi milagro de bordador de la palabra, de hilandero semimágico que es capaz de convertir la tinta en delicadas líneas de plata que encajaban a la perfección con aquella cosmopolita y elegante Buenos Aires de comienzos de siglo, cuando de cualquier coche de líneas redondeadas podía bajarse el mismísimo Glend Ford en busca de su Gilda rebelde. Cuando detrás de los espejos se festejaba la juerga de los casinos prohibidos, en los que se mezclaba el personal de embajada con lo más arrabalero de los intérpretes del tango, antes de que éste se convirtiera en un académico baile de salón.
Una de las obsesiones de Borges –una de tantas– era la espiral de la vida, este ir y volver, este secuenciarse los momentos, este nacer para despedir constantemente a los que se van y dar la bienvenida a los que vienen con la piel arrugada y los párpados dormidos, que serán quienes nos dirán adiós. Para Borges la vida, su vida, mi vida, era un cuento más de “Las mil y una noches” que podía repetirse infinitas veces, tantas como lectores se atrevieran a sacar del anaquel de la biblioteca del tiempo el volumen de nuestras dichas y desdichas.
Por todo esto, juzgo que a Borges, el gran Jorge Luis, le gustaría “El buen adiós”, el título con el que Jesús Poveda y Silvia Laforet nos han sorprendido desde la editorial Espasa. Porque el doctor Poveda y la narradora son capaces de adentrarse donde antes nadie había tenido valor de meter la plumilla: en el ventrículo del corazón de la muerte. Pero sin grandilocuencias, don Jorge Luis, tan solo con el poso de la experiencia de más de veinticinco años que Poveda porta sobre su bata de galeno, veinticinco años de atenciones desmedidas a enfermos terminales y a almas heridas por los mordiscos de la vida.
Después de leerlo, me entran ganas de convertirme en hombre anuncio y salir por las calles –pese a las prohibiciones de Gallardón– gritando a todo gritar para que los lectores asalten las librerías. Entre otras cosas, la visión de la muerte de “El buen adiós” es un auténtico antibiótico de felicidad. Porque muy pocos autores tienen valor para hablar así de la muerte, cara a cara, sin dramatismos, con la única obsesión de demostrar que el ser humano es igual de digno cuando le coronan que cuando agoniza, y que se puede agonizar bien atendido, sin dolores, con un cuidado basado en el amor y el sentido común. De alguna manera, Poveda y Laforet nos vienen a contar que se puede morir bien, que podemos anhelar una buena muerte, como anhelaban antaño quienes habían vivido con plenitud.
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