Texto extraído del artículo de J.V. Echagüe / La Razón, 06.10.2017
¿Qué
vale la vida de una niña? Un terreno, una vaca o una caja de cerveza. Literalmente.
Así ha estado ocurriendo hasta este mismo año en Guatemala y Malawi. En el
primero, en sus zonas rurales, el 23% de las mujeres de entre 20 y 24 años se
ha casado antes de los 18. En el segundo, la tasa de menores casadas se sitúa
en el 37%, una de las más altas del África subsahariana. Hablamos de la lacra
del matrimonio infantil forzado: 15 millones de niñas cada año, 41.000 al día
en todo el mundo, se ven obligadas a contraer una unión que no desean. Sin embargo,
algo ha cambiado en este 2017.
En
febrero, el Gobierno de Malawi prohibió definitivamente esta práctica, y,
apenas medio año después, las autoridades guatemaltecas siguieron sus mismos
pasos. ¿Los responsables del cambio? La ONG Plan International y su movimiento
«Por ser niña», (…) y, más
concretamente, sus jóvenes activistas, que han tenido el valor de convencer a
los líderes políticos y religiosos, y al conjunto de sus sociedades, de que el
hecho de obligar a casarse a una menor en contra de su voluntad sólo tiene una
consecuencia: le arruinas la vida.
Estefany
y Naydelin vienen de Guatemala, mientras que Ezelina y Josephine proceden de
Malawi. (…) Se encuentran en Madrid invitadas por Plan International con motivo
del Día Internacional de la Niña, que se celebra el 11 de octubre. (…)
«El
hombre que quiere a una niña llega con una vaca o con el plano de un terreno y
se lo da a los padres. Ése es el valor que tenían. Durante las pedidas, llevan
cajas de cerveza y comida. A la media hora, o a la hora, la menor ya ha
desaparecido con él», relata Estefany. Esta joven de 20 años vive en una pequeña
comunidad de 250 personas, en Jalapa (Guatemala). Su madre trabaja en casa y su
padre es herrero, dentro de un hogar de escasos recursos. Su voz ha sido clave
a la hora de concienciar a otras niñas de que debían hacer valer sus derechos.
Los
matrimonios se han pactado incluso a los cuatro años. Teóricamente, el país no
lo permitía desde 2015, cuando subió la edad legal de los 14 a los 18. Sin
embargo, quedaba un resquicio, ya eliminado: los jueces podían considerar que
el matrimonio se producía «en el mejor interés de los menores». La puesta en
marcha de una Mesa en Favor de las Niñas y Adolescentes sorteó los obstáculos
puestos por los legisladores que se oponían al cambio. ¿Su argumento? Que era
una tradición indígena. (…)
Hay
un peso cultural, pero también religioso. Así ocurre en Malawi. Ezelina tiene
23 años y ha hecho presión por la prohibición de esta práctica gracias a su
labor como periodista. Se reunió con la ministra de Igualdad y con otros
miembros del Gobierno. Fue una de las encargadas de hacer entrega a la Primera
Dama de Malawi, que mostró su plena colaboración, de las firmas recogidas por
Plan International a favor de la abolición. «Es una mezcla de factores. Está el
económico: muchas familias son pobres. Por ejemplo, si un hombre les da a los
padres varias vacas, éstos ven una oportunidad para venderlas, obtener dinero
y, así, resolver sus problemas», dice Ezelina. Allí se conoce como el pago de
la «lobola», el «precio de la novia»: vacas por un valor de 200 dólares –171
euros–. Pero también está la parte religiosa: la poligamia, «dependiendo de la
zona del país», no es ninguna excepción tampoco en el caso de las menores.
Junto
a Ezelina, Josephine, de 16 años, también se ha «pateado» los colegios, ha ido
a hablar con los líderes religiosos y políticos, con los policías y, por
supuesto, con las familias... No siempre resulta fácil convencerlas. Con las
niñas tienen una relación más «de tú a tú», por la poca diferencia de edad. Les
explican cuáles son sus derechos, les hablan de las enfermedades de transmisión
sexual... Con los padres es más complicado: no están muy predispuestos a
escuchar a chicas que podrían ser sus hijas y que, además, pretenden darles
lecciones sobre cómo cuidarlas. Sin embargo, encontraron una forma de
persuadirlos. «Les explicamos que si las niñas reciben primero una educación,
se pueden formar, encontrar un trabajo y, finalmente, les pueden ayudar
económicamente más que si reciben una dote. Al fin y al cabo, ése es sólo un
ingreso puntual», dice Josephine.
Legal
y oficialmente, estas uniones se han paralizado en los dos países, pero queda
trabajo por hacer. «La mayoría de las niñas nos han escuchado. Saben que hay
una ley que las respalda. Nadie les puede decir: ‘‘Tú te vas a casar con esta
persona’’. Podemos decidir con quién y cuándo casarnos. Pero ahora queremos que
esta legislación se difunda hasta las comunidades más lejanas, sobre todo las
rurales. Que sepan que existe, porque la información no les llega», afirma
Estefany.
Son
muy jóvenes, pero estas chicas confían en casarse algún día cuando y con quien
quieran. Ezelina espera que ellas constituyan la generación del cambio y, a
partir de ahí, crear una cadena. «La familia es la base de todo: la comunidad,
la iglesia, el país... Pero lo importante es que, si tengo hijos, pueda
educarles en que tienen la capacidad de elegir. Y ellos, a su vez, engendrarán
niños que saben que tienen derechos»
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