Un médico, profesor en una prestigiosa universidad de Medicina, se dirige a sus alumnos. Les habla de la necesidad de mantener la mente abierta y de revisar viejos clichés que el paso del tiempo amenaza con declarar obsoletos. Les habla, en suma, de la necesidad de que la humanidad, y en concreto la profesión médica, comience a aceptar la necesidad de una muerte digna, y más que digna, liberadora, en algunos casos límites. Para convencer a su auditorio, el doctor les cita un caso real, el de uno de sus pacientes, precisamente aquel que le ha hecho repensar sus opiniones acerca de la eutanasia:
- Miren ustedes, mi paciente no es capaz de valerse por sí mismo: no puede hablar ni entiende nada de lo que le dices, y sufre tremendas depresiones, acceso incontrolable de llanto que, a veces, duran minutos, incluso horas, con grandes espasmos de dolor. No controla su aparato urinario y defeca sobre sí mismo, por lo que hay que estar cambiándole de ropa casi continuamente. Su digestión resulta problemática, y es rara la ingesta que no termina en vómito.
Sinceramente, ¿es esto vida? ¿No sería mejor liberar a mi paciente de su propio horror y liberar a su familia del sufrimiento de estar pendiente de una persona sufriente, con la que la convivencia es sencillamente imposible?
El doctor sometió a votación su propuesta y la mayoría de los médicos presentes, tras referirse a la eutanasia activa, eutanasia pasiva y un sinfín de consideraciones, decretaron que sí, que lo más humano era librarle de su horror.
El director del curso se empeñó, entonces, en enseñar una foto del paciente. Introdujo una diapositiva en la máquina y sobre la pantalla del proyector todos los presentes pudieron contemplar un bebé de seis meses, mofletudo y rebosante de salud.
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