Cardenal Antonio Cañizares, La Razón 28.08.2012
Para muchos ha podido pasar desapercibida la fecha del 24 de agosto. Ese día, sin embargo, tiene una gran significación: hace 450 años, en Ávila, Santa Teresa de Jesús fundaba el convento de San José, el primero de su reforma, que tantísimo ha influido, con muy grande beneficio, en la historia de la Iglesia y de la humanidad, como «una estrella que diese de sí un gran resplandor». De este «primer palomarcico», como ella lo llamaba, salió Teresa, como «andariega» de Dios, a fundar por toda España y de aquí extenderse por el mundo entero su reforma. Gozo, alegría, acción de gracias, alabanza, son sentimientos que brotan en mi interior por las maravillas realizadas por Dios en este convento de San José y a partir de él. Corrían «tiempos recios» –expresión teresiana–, muy recios, muy necesitados de una renovación y transformación profundas, y Dios la eligió para llevar a cabo la reforma del Carmelo, restaurando su primitivo fervor, fundando conventos pobrísimos, con pocas monjas, clausura rigurosa y observancia estricta de todas las virtudes propias de las almas consagradas a Dios. Venida a saber el drama de la Europa desgarrada de aquel entonces y las noticias que a ella llegaban de los sufrimientos del Cuerpo místico de Cristo, escarnecido, lacerado y partido, «fatiguéme mucho, dice la Santa, y como si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Paréceme que mil vidas pusiera yo por remedio de un alma de las muchas que veía perder; y como me vi mujer y ruin, y imposibilitada de aprovechar en nada en el servicio del Señor, que toda mi ansia era, y aun es que, pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos; y ansí determiné a hacer eso poquito que yo puedo y es en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar estas poquitas que están aquí hiciesen lo mesmo, confiada yo en la gran bondad de Dios que nunca falta de ayudar a quien por El se determina a dejarlo todo, y que siendo tales cuales yo las pintaba en mis deseos. Entre sus virtudes no tendrían fuerza mis faltas y podría yo contentar al Señor en algo para que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden ayudásemos en lo que pudiéramos a este Señor mío, que tan apretado le traen a los que ha hecho tanto bien».
Una vez «determinada con toda determinación» a ser toda de Dios y habiendo comprendido que Él la quería para la reforma, comienza con afán incansable a echar los cimientos de la misma, tomando como puntos básicos ciertos principios inconmovibles que arrancan de las exigencias que comporta la unión e intimidad con Cristo. La preocupación única y casi obsesiva de Santa Teresa de Jesús era servir a la Iglesia, poner un dique a la herejía y a la división en la Iglesia y ayudar con su oración a predicadores, teólogos, misioneros en el «Nuevo Mundo», recién descubierto. Reconoce que tanto ella como sus hijas no están llamadas a desplegar actividades apostólicas en defensa de la «ciudad fortificada o castillo», que es la Iglesia; pero no oculta la gran labor y misión que les está reservada para ayudar a los «siervos» de Dios que tanto trabajan. Y esto no es un consejo o un deseo, sino una exigencia de la vida contemplativa. La gracia de haber sido segregadas del mundo, para «una vida oculta con Cristo en Dios», impone como exigencia una entrega al apostolado oculto, o sea, el llamamiento a la soledad implica una exigencia de cooperación, de manera generosa y ardiente, a la extensión del Reino de Dios. Se trata sencillamente de la exigencia de vivir en Cristo, es decir, vivir con determinación las palabras que El nos enseñó: «Hágase tu voluntad». Cristo vino a hacer la voluntad del Padre. Con ello nos expresa claramente la ligazón que hay entre la voluntad de Dios y el ser y vivir cristiano. Teresa de Jesús lo comprendió perfectamente; lo aplica a su vida y lo enseña con vigor. En la enseñanza teresiana hay una llamada constante a la fidelidad a la voluntad de Dios, porque en ello estriba la máxima perfección, y tanto más se progresa en la unión con Dios, cuanto mayor es su conformidad con la su voluntad, manifestada en su Hijo «humanado». Es básico, dirá la santa, «rendir nuestra voluntad a la de Dios en todo y que el concierto de nuestra vida sea lo que su Majestad (Dios) ordenare de ella, y no queramos nosotros que se haga nuestra voluntad, sino la suya». No pide otra cosa la santa al Señor que su voluntad esté siempre sujeta a no salir de la de Él. Y esto con la veracidad y radicalidad propias del estilo teresiano, «porque un alma en manos de Dios –son palabras de Teresa de Jesús–, no se le da más que digan bien que mal, si ella entiende bien entendido que no tiene nada de sí». La suma perfección radica en «estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra voluntad y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo entendiendo que lo quiere su Majestad» divina. Que nadie tema, al contrario, decir con Santa Teresa: «Vuestra soy, para vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?». Ahí esta el logro, la felicidad y la vida. Sólo por Cristo, con Él y en El, se llega a tal perfección, que entraña siempre renovación profunda y total del hombre. Para esto hay un camino, el «camino de la perfección», inseparable de la oración. En esta espiritualidad, que es en su núcleo la de la santa de Ávila, encontramos «una luz segura para descubrir que por Cristo llega al hombre la verdadera renovación de su vida» (Benedicto XVI, Mensaje pontificio para la celebración del 24 de agosto, 1).
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