Estoy
terminando de leer un libro que está dejando una huella profunda en mí. El
título es REQUIEM POR NAGASAKI, de Paul Glynn (Ed. Palabra). Es la historia de
un japonés, Takashi Nagai, médico converso y superviviente de la bomba atómica.
Cada página del libro es como un tramo de un paseo con el amigo que te va
contando cómo Dios ha ido acercándose a él poco a poco, a través de las
personas y los acontecimientos. El amor incondicional desempeña un papel importante
en la historia. Y la nobleza del corazón de Takashi es como la lleve que le
abrirá a la vida en Cristo.
Quiero
transcribiros un momento especialmente
significativo en su camino de conversión que es como una ventana que le abre al
mundo del espíritu, mundo cerrado para él por su actitud atea. Es el momento en
el que él nos narra cómo vivió la muerte de su madre:
“Corrí junto a su lecho. Ella todavía
respiraba. Se me quedó mirando fijamente, y así fue como le llegó el final. Con
esa última mirada penetrante, mi madre echó por tierra todo el armazón
ideológico que yo me había forjado. En sus últimos momentos de vida, la mujer
que me había traído al mundo y me había criado, la mujer que jamás había dejado
de quererme, me habló con absoluta claridad. Sus ojos les dijeron a los míos de
un modo irrevocable: “Ahora la muerte se lleva a tu madre, pero su espíritu
seguirá vivo junto a su pequeño Takashi”. Y me lo decían a mí, tan convencido
de que el espíritu no existía, y a mí no me quedaba más remedio que creer. Los
ojos de mi madre me hicieron saber que el espíritu del hombre continúa viviendo
después de su muerte. Lo supe mediante una intuición, una intuición cargada de
convicción”
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