Estamos celebrando el 30º aniversario de la “caída” –no
cayó, lo tiraron- del Muro de Berlín. Un Muro hecho de hormigón, rodeado de
alambradas y de minas. Un Muro donde se estrellaba el deseo de libertad de
tantas personas. Un Muro levantado por un sistema político sin Dios. Un Muro
ante el cual muchos “intelectuales” europeos callaron porque, según ellos,
detrás de él había un paraíso sin paro, donde todos eran iguales, donde el
Estado velaba por todos… Pero la gente de ese “paraíso” se sentía encarcelada.
El paraíso comunista era falso. Era un timo. Era una horrible burla. Muchos
pintaron con su sangre el hormigón del Muro en su intento de atravesarlo.
Muchos murieron sin ver cumplidos los deseos de una sociedad verdaderamente
libre.
Pero la Verdad no puede estar encerrada mucho tiempo. Los
seres humanos no pueden ser tratados como “números sin rostro” durante mucho
tiempo. Cuando un sistema atenta contra la dignidad humana, sus días están
contados. Y el Muro tenía que caer. O mejor, debía ser derribado con la fuerza
de la Verdad y del Amor.
Un hombre vino del Este. Vino a la Sede de Pedro y desde
allí, con la fuerza del Espíritu en su cuerpo y en su voz, empezó a derribar
ese Muro de Odio amasado por un humanismo deshumanizado. Vino un hombre del
Este, del “paraíso” sin Dios, y empezó a derribar el Muro. Los medios que
empleó: la certeza profunda de ser portador de la fuerza del Resucitado que no
puede estar encerrado en ninguna tumba, que atraviesa los muros más
impenetrables para que cada ser humano pueda recuperar la grandeza y la
libertad de ser y vivir como hijo de Dios; y el rezo continuo del Santo
Rosario, expresión de una devoción teológicamente sólida hacia la Santísima
Virgen que prepara los caminos para el nacimiento de Cristo en el corazón de
las personas y de los pueblos.
El Hombre del Este, Sucesor de Pedro, con la fidelidad
absoluta a la misión recibida de Cristo, empezó a derribar el Muro.
Sabemos que existen otros muros a abatir. Muros más
difíciles de atravesar que los muros de hormigón, porque son los que levantamos
en nuestro interior y que nos aíslan por dentro convirtiéndonos en rehenes de
nuestro propio egoísmo. Muros que intentan acallar la verdad, que consiguen
silenciar las injusticias, que pretenden confundirnos y llamar “derecho” a todo
deseo que experimentamos, aunque sea contrario a nuestra naturaleza humana.
Muros que nos hacen ver al otro como un enemigo que nos quita algo de lo
nuestro. Muros que alimentan prejuicios y desconfianzas. Muros que nos hacen insensibles
al dolor ajeno. Muros que se levantan dentro de las familias y transforman a
los hermanos en antagonistas. Muros que confunden a los adolescentes y jóvenes
convirtiéndolos en seres ciegos a lo noble, a lo justo, a lo puro, a lo
trascendente. Muros que falsifican la verdad al servicio de ideologías y
partidos. Muros de corrupción y de una justicia que es injusta, porque no es
igual para todos.
En este aniversario del derribo del Muro recordemos a San
Juan Pablo II para que, teniendo presente su vida entregada como oblación a
Cristo, se incremente nuestra fortaleza y vivamos la hora presente como un gran
reto que el Señor nos pone delante para poder abatir, con la fuerza del
Resucitado, los muros que los seres humanos levantamos en este mundo.
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