AUTOR:
P. Tomás Alvarez, OCD
Tomado
de: http://www.cipecar.org
Santa Teresa se convirtió en edad ya
adulta, a sus 39 años: en 1554, cuando llevaba viviendo casi veinte de
religiosa carmelita en el monasterio de la Encarnación, donde convive con una
comunidad numerosa de más de cien monjas. Buena monja ella, pero “una de
tantas”, sin definir con rasgos propios su vocación personal. Una más en el
grupo.
Ella misma se recuerda como si viviera
una vida doble: por momentos, vida de oración; pero muchos momentos más, vida
anodina y pérdida de tiempo con amistades sin sentido religioso. Anegada en la
rutina de lo cotidiano. “Como las muchas”, dice ella.
A ratos, trabaja fuerte por definirse y
personalizar su vida religiosa. Pero en vano. Lo cuenta en su autobiográfico
Libro de la Vida (c. 8-9), escrito diez u once años después. Basta releer el
comienzo del relato (c. 8, 12):
“Buscaba remedio; hacía diligencias; mas
no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la
confianza de nosotros, no la ponemos en Dios. Deseaba vivir, que bien entendía
que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me
diese la vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar tenía razón de
no socorrerme pues tantas veces me había tornado a Sí y yo dejádole” .
Hasta que de pronto, en ese paisaje
desolado de su vida, irrumpe fortísimo el episodio de su conversión. Teresa lo
recuerda (Vida c.9) como el hecho central de su existencia. Es una vivencia en
tres tiempos:
Ante todo, su conversión acaece en el encuentro
personal de ella con Cristo. Encuentro aparentemente desencadenado por la
presencia de una imagen emotiva del Ecce Homo, pero vivido real y personalmente
en lo más profundo de su ser. No fue un encuentro externo, a distancia, sino
íntimo, intenso, entrañable. Lo revive ahora al contárnoslo:
“Acaeciome que, entrando un día en el
oratorio, vi una imagen que habían traído allá, que se había buscado para
cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que,
en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó
por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas
llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con
grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una
vez para no ofenderle”.
Basta subrayar dos o tres detalles del
episodio: Teresa ve no ya la imagen, sino lo que el Cristo “muy llagado”
padeció por nosotros. Viéndolo, la traspasa a ella, como si se le partiera el
corazón. Y todo se le vuelve anhelo por el cambio de vida, suplicándole me
fortaleciese ya ¡de una vez!
A la vez, Teresa revive las conversiones
de dos pecadores que, como ella, se encontraron con Cristo a mitad de la vida:
primero, el episodio evangélico de la mujer pecadora, la Magdalena. Lo refiere
así:
Era yo muy devota de la gloriosa
Magdalena y muy muchas veces pensaba en su conversión, en especial cuando
comulgaba, que como sabía estaba allí, cierto, el Señor dentro de mí, poníame a
sus pies…”como ella, asociándola a mi petición de perdón. “Mas esta postrera
vez de esta imagen que digo, parece me aprovechó más, porque estaba ya muy
desconfiada de mí y ponía toda mi confianza en Dios”.
Auténtica empatía de Teresa con la
pecadora del Evangelio, que le permite revivir y ahondar el encuentro de las
dos con el Señor, al que Teresa siente tan entrañable como piensa lo fue el de
la Magdalena en Betania o en el Calvario. (Teresa, como la piedad de entonces,
funde en un solo personaje simbólico a la pecadora del Evangelio, a la María de
Betania, y a la Magdalena del Calvario.)
Y en segundo lugar, el encuentro con la
conversión de san Agustín, narrada en vivo por él mismo en las Confesiones. A
las manos de Teresa llega este libro del Santo ese año 1554, en que fue
publicado por vez primera en versión castellana. Y Teresa, que es lectora ávida
y asidua, lo lee apasionadamente, empatizando alternativamente con el Agustín
pecador y con el Agustín santo. Revive el episodio de Milán como si también
ella oyera la voz del niño cantor, que la invita a leer las palabras de otro
convertido, Saulo de Tarso. Lo refiere así:
“En este tiempo me dieron las
Confesiones de San Agustín, que parece el Señor lo ordenó, porque yo no las
procuré ni nunca las había visto… Como comencé a leerlas, paréceme me veía yo
allí… Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no
me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón. Estuve
gran rato que toda me deshacía en lágrimas, y entre mí misma con gran aflicción
y lágrimas… Paréceme que ganó grandes fuerzas mi alma de la divina Majestad, y
que debía oír mis clamores y haber lástima de tantas lágrimas.”
No sabemos en qué orden cronológico se
sucedieron en el alma de Teresa esos tres o cuatro encuentros experienciales:
con el Cristo “muy llagado”, con la Magdalena, con Agustín y con el apóstol
Pablo. Lo que sí resulta patente es que en ella da un vuelco la vida.
Extrañamente, ahora pasa a ser ella misma. Entabla una auténtica relación
personal con Cristo. Vive en verdad su consagración religiosa. Y desde el punto
de vista de sus dispersivas relaciones sociales, recupera la libertad, y ésta
le permite marcarse a sí misma nuevo rumbo.
Para ella la conversión tiene
fundamentalmente dos componentes: la componente ética con el cambio radical de
vida y costumbres; y la componente cristológica: Cristo presente en su vida
como referente fundamental. Pero en orden inverso. Ante todo, Cristo en persona
se le ha convertido en la razón de su vida consagrada y de toda su vida, no
como un factor más, sino como una persona presente y motivante. Y desde Él
surge la “determinada determinación” en su cambio de conducta. Si Teresa se ha
convertido de mala o mediocre en buena carmelita, o de buena en mejor, se debe
a que su relación con Cristo ha pasado de meramente teórica a profundamente
real y vivencial. Él le ha cambiado la vida.
Por eso, en el relato autobiográfico,
terminado el capítulo de la conversión, irrumpe inmediatamente la experiencia
mística de Teresa, como una novísima manera de vivir su oración, de expresar su
fe, de entablar relaciones con los hermanos, con la Iglesia, con el mundo… Y
esta nueva situación ocupará el resto de su relato autobiográfico (otros 31
capítulos), que ella concluirá con expresiones como ésta:
“¡Qué hace, Señor mío, quien no se
deshace toda por Vos! ¡Y qué de ello, qué de ello, qué de ello –y otras mil
veces lo puedo decir- me falta para esto! Por eso, no había de querer vivir…,
porque no vivo conforme a lo que os debo. ¡Con qué de imperfecciones me veo!
¡Con qué flojedad en serviros! Es cierto que algunas veces me parece querría estar
sin sentido, por no entender tanto mal de mí. ¡Él, que puede, lo remedie!”(Vida
39,6).
Así se ve a sí misma la Teresa
convertida. Incluso, ha cambiado de nombre. Ahora es “Teresa de Jesús”.